sábado, 30 de noviembre de 2013

ELLA

Ella soñaba con tocar las estrellas.

Acariciarlas con la punta de los dedos y sentir el calor de su brillo recorriéndole el cuerpo. Quería ir hasta el cielo y agarrar una de ellas para traerla a su mundo de noche infinita.

Ella soñaba con viajar por el Sol.

Recorrer todos sus cálidos rayos de luz con los pies descalzos y poder observarlo todo desde lo alto. Ver a la personas de su mundo de noche como pequeños puntos negros moviéndose de un lado a otro ajetreadamente.

Ella soñaba con rozar la luna.

Con apoyar una escalera en una de sus puntas para poner subir cuando quisiera y robarle una sonrisa para que recogiese todas las estrellas que cayesen del cielo, como gotas de agua lamiendo un cristal; tumbarse allí entre el crepúsculo y contarlas mientras las deja caer en un suave desliz.

Ella soñaba con atrapar las nubes.

Dejarse caer en su suave textura y navegar por el gran azul, viendo caer las pequeñas plumas de cristal que le acariciaban la cara cada anochecer.

Ella soñaba con parar el tiempo.

Tomar una de sus agujas para tatuar en los árboles palabras de amor, grabar recuerdos en la corteza de un papel con tinta a cada impacto que provocan las teclas de una máquina de escribir, cargada de emociones y de historias que contar.


Ella soñaba despierta.

Y soñaba al despertar.

Cuando los rayos del Sol irrumpían en su habitación y acariciaban su espalda desnuda, naufragando entre las sábanas de seda. Cuando el olor a café invadía el aura de su apartamento, como el batir de alas de una mariposa desprendiendo sus pequeñas escamas. Cuando sus cabellos se colaban entre las comisuras de mis labios, como dos piezas de un puzzle que se corresponden.

Ella soñaba con despertar entre caricias, con ver las nubes pasando de largo tras el cristal y ocultando los rayos del Sol a su paso. Con soñar conmigo y dormir sin mí. Con llevarme a las estrellas y arroparme entre las curvas de la Luna.

Ella soñaba con parar el tiempo cada madrugada... y reanudar las horas cada anochecer.

DECEMBER

Cayó la última hoja de cartón que amó al otoño con cada red de sus inmensas carreteras, con los largos caminos de su piel, con la verdosa textura de sus cabellos a la luz.

Amanecía sobre los esbeltos brazos de los edificios, que se alzaban majestuosos, sin inmutarse ante las provocaciones del viento.
La escarcha ha cubierto el cristal de mi ventana, dibujando con rigurosas pinceladas una telaraña helada de sueños, repleta de pequeños llantos de las nubes que huyen despavoridas del color del cielo. Se dejaba caer hacia los lados, en diagonal y en todas las direcciones con unos largos e invernales hilos de Diciembre, acariciando la superficie transparente, dejando a las yemas de mis dedos seguir su gélido y serpenteante curso.
Las cenizas de la noche impregnan la madrugada, deshaciendo entre caricias de las llamas el frágil cuerpo de las ramas secas, desvaneciendo su estructura lentamente; consumiendo la oscuridad de mis pupilas en un suave baile de calor, de humo, de sudor... de árboles tatuados hablando de amor. Del color de los tejados de tu espalda, del licor... Del sabor de despertar al alba.
Mis dedos se calientan en tu piel, evadiéndose del frío invierno que arropa la habitación, escapando de las moribundas ascuas que permanecen encendidas entre los ennegrecidos restos de los troncos, disuadidos en un suave difuminado con la tonalidad de tu pelo en la oscuridad, aguardando a ocultar mis manos en un leve movimiento de ensueño.
Las horas se tornan cálidas y se detienen ante el sensual baile del fuego avivando sus colores. Las agujas han deslizado la ropa hasta dejarla caer al suelo, y la alfombra ha acogido hasta el último aroma de ti.
Los copos de nieve crean una delgada cortina entre la realidad y mis pupilas, a las que ya no hacen daño, ni hielan las fibras del color marrón, huyendo del tiempo a mi paso constante.

La última hoja que amaba al otoño se ha quedado en la profundidad del manto de nieve que ha cubierto el asfalto.
Y ya no volverá a salir.
Ya no volverá a caer.

Ni a correr.

Ni a huir.